lunes, 24 de febrero de 2014

La nación de mi elección

He decidido publicar un extracto del "Discurso sobre la desigualdad" de Jean Jakes Rousseau después de descubrir en la parte inicial de este libro lo que mi esposa y yo hemos convenido en llamar, desde hace un tiempo, "La Nación Ideal". Al leer este discurso me parece escucharme a mi mismo desde mucho antes de haber conocido esta obra, y pensando en la mejor forma de expresar estas ideas a otro, sobre todo a nuestra propia hija con la esperanza de que las atesore y se convierta en la semilla de aquella deseada nación.

No dejo de estremecerme, ni erizarseme la piel cada vez que leo estas palabras y doy rienda suelta a mi imaginación para convertirlas en una realidad posible. He imaginado que tenemos cabida en tal ideal nación, y se vuelve esto el material mas que de mis sueños, el de mis anhelos más grandes y de los míos, el que sea posible construir semejante prodigio y asegurar a nuestra progenie un lugar en el.

Les dejo pues un extracto de esta obra maestra de la filosofía política, que si bien no es muy extensa en volumen si en la profundidad del pensamiento y más aun en la meta que nos plantea.

Si me hubiese sido dado escoger el lugar de mi nacimiento, habría escogido una sociedad de una magnitud limitada por la extensión de las facultades humanas, es decir, por la posibilidad de ser bien gobernada, y en donde cada cual bastase a su empleo, en donde nadie fuese obligado a confiar a otros las funciones de que estuviese encargado; un Estado en donde todos los particulares, conociéndose entre sí, ni las intrigas oscuras del vicio ni la modestia de la virtud, pudiesen sustraerse a las miradas y a la sanción públicas, y en donde, ese agradable hábito de verse y de conocerse, hace del amor de la patria el amor de los ciudadanos con preferencia al de la tierra.

Habría querido nacer en un país en donde el soberano y el pueblo tuviesen un mismo y solo interés, a fin de que todos los movimientos de la máquina social no tendiesen nada más que hacia el bien común, lo cual no puede hacerse a menos que el pueblo y el soberano sean la misma persona.

Habría querido vivir y morir libre, es decir, de tal suerte sumiso a las leyes, que ni yo ni nadie hubiese podido sacudir el honorable yugo; ese yugo saludable y dulce que las cabezas más soberbias soportan con tanta mayor docilidad cuanto menos han sido hechas para soportar ninguno otro. Habría querido que nadie en el Estado pudiese considerarse como superior o por encima de la ley, ni que nadie que estuviese fuera de ella, pudiese imponer que el Estado reconociese, porque cualquiera que pueda ser la constitución de un gobierno, si se encuentra en él un solo hombre que no sea sumiso a la ley, todos los demás quedan necesariamente a su merced; y si hay un jefe nacional y otro extranjero, cualquiera que sea la división de autoridad que puedan hacer, es imposible que ambos sean bien obedecidos ni que el Estado sea bien gobernado.

No habría querido vivir en una república de instituciones nuevas, por buenas que fuesen las leyes que pudiese tener, por temor de que, constituido quizás el gobierno de manera diferente de la adecuada por el momento, no conviniendo a los nuevos ciudadanos o los ciudadanos al nuevo gobierno, el Estado fuese sujeto a ser sacudido y destruido desde su nacimiento; porque sucede con la libertad como con esos alimentos sólidos y suculentos o con esos vinos generosos propios para nutrir y fortificar los temperamentos robustos que están acostumbrados, pero que deprimen, arruinan y embriagan a los débiles y delicados no habituados a ellos. Los pueblos una vez acostumbrados a tener amos o señores, no pueden después vivir sin ellos. Si intentan sacudir el yugo, lo que hacen es alejarse de la libertad, tanto más cuanto que, tomando por ella el libertinaje o el abuso desenfrenado que les es opuesto, sus revoluciones los llevan casi siempre a convertirse en sediciosos, no haciendo otra cosa que remachar sus cadenas.

Habría, pues, buscado por patria, una feliz y tranquila república, cuya ancianidad se perdiese en cierto modo en la noche de los tiempos, que no hubiese experimentado otros contratiempos que aquellos que tienden a manifestar y a afirmar en sus habitantes el valor y el amor por la patria y en donde los ciudadanos, habituados desde mucho tiempo atrás a una sabia independencia, fuesen no solamente libres, sino dignos de serlo.

Habría querido escoger una patria sustraída, por benéfica impotencia, al amor feroz de las conquistas, y garantizada por una posición más dichosa aún, del temor de ser ella misma conquistada por otro Estado; un país libre, colocado entre varios pueblos que no tuviesen ningún interés en invadirlo y en donde cada uno tuviese interés en impedir a los demás hacerlo; una república, en una palabra, que no inspirase la ambición a sus vecinos y que pudiese razonablemente contar con el apoyo de ellos en caso de necesidad. De ello se deduce que, colocada en una posición tan feliz, no tendría nada que temer si no fuese de si misma y que si sus ciudadanos se ejercitasen en las armas sería por conservar o sostener entre ellos ese ardor guerrero y esa grandeza de valor que sienta tan bien a la libertad y que sostiene su amor, más no por la necesidad de proveer a su propia defensa.

Habría buscado un país en donde el derecho de legislación fuese común a todos los ciudadanos, porque, ¿quién puede saber mejor que ellos, bajo qué condiciones les conviene vivir reunidos en una misma sociedad?

Habría deseado que, para impedir los proyectos interesados y mal concebidos y las innovaciones peligrosas, nadie tuviese el poder de proponer a su fantasía nuevas leyes; que ese derecho perteneciese solamente a los magistrados, que usasen de él con tanta circunspección, que el pueblo por su parte fuese tan reservado a dar su consentimiento a dichas leyes y que su promulgación no pudiese hacerse sino con tal solemnidad, que antes que la constitución fuese alterada, hubiese el tiempo de convencerse, que es sobre todo la gran antigüedad de las leyes, lo que las hace santas y venerables; que el pueblo desprecia pronto las que ve cambiar todos los días y que acostumbrándose a desatender o descuidar las antiguas costumbres, con el pretexto de hacerlas mejor, introducen a menudo grandes males para corregir otros menores.

Habría huido sobre todo, como necesariamente mal gobernada, de una república en donde el pueblo, creyendo poder privarse de sus magistrados o no dejándoles sino una autoridad precaria, guardase imprudentemente la administración de los negocios civiles y la ejecución de sus propias leyes.

Habría escogido una en donde los particulares, contentándose con las sanciones de las leyes y con decidir en cuerpo y de acuerdo con los jefes los más importantes negocios públicos, establecieran tribunales respetados, regularizando con esmero los diversos departamentos, eligieran todos los años los más capaces y más íntegros de sus conciudadanos para administrar la justicia y gobernar el Estado y en donde la virtud de los magistrados llevando como distintivo la sabiduría del pueblo, los unos y los otros se honrasen mutuamente. De suerte que, si alguna vez malas interpretaciones viniesen a turbar la concordia pública, aun esos mismos tiempos de ceguedad y de error, fuesen marcados por demostraciones de moderación, de estimación recíproca y de un común respeto por las leyes, presagio y garantía de una reconciliación sincera y perpetua.


Tales son, honorables y soberanos señores, las ventajas que habría buscado en la patria en que hubiera escogido, y si la providencia hubiese además añadido una situación encantadora, un clima moderado, una tierra fértil y el paisaje más delicioso que se pueda concebir bajo el cielo, no habría deseado como colmo de mi felicidad, sino gozar de todos esos bienes en el seno de esa dichosa patria, viviendo apaciblemente y en agradable sociedad con mis conciudadanos, ejerciendo con ellos y a su ejemplo, la humanidad, la amistad y todas las virtudes, y dejando tras de mí la honrosa memoria de un hombre de bien y de un honrado y virtuoso patriota.



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